Dejé de leer el whatsapp porque empezaba a nublárseme la cabeza, se me estaba incapacitando la capacidad de razonar, valga la redundincia. Temblaba como una hoja. Las piernas duras. El aire que no entraba. La Vieja ya salía con su andador hacia el pasillo, ansiosa por ir a por su café con leche con medialunas. Salí atrás de ella. Volví dos veces a la habitación. Por el atolondre y la confusión que sentía me olvidé primero el morral. Luego, ya llegando al ascensor, me di cuenta de que había dejado el móvil sobre la mesa del desayuno, deseo inconsciente de no saber de la Gallega nunca más, o al menos por ese rato. Que se volviera a su casa, deseaba, panicosa; que llamara a alguna otra amiga de esas que se había hecho durante este corto tiempo que llevaba en Argentina, el país de los locos; que alguien más la socorriera o le tuviera la vela, yo no podía, no tenía con qué, no me restaba energía para aguantar semejantes torturas psicológicas que esa noche iban a ir demasiado lejos. Todavía no lo sabía conscientemente, pero por algo mi cuerpo pedía a gritos que huyera por mi vida. Sentía miedo también a que le pasara algo, la había dejado sentada en medio de la vereda, enajenada, llorante e iracunda. Y lo que me había escrito por whatsapp daba cuenta del estado orate en el que se encontraba.
Víctima eterna |
Bajamos en silencio. La Vieja con una cara de culo que daba miedo. Estaba gris. Su cara. Sentí otra vez esa contradicción que tan mal me hacía sentir, por un lado el deseo de que se fuera de una vez y para siempre, que me dejara vivir mi vida en paz que ya bastante me la había hecho padecer; y por otro lado el dolor, la angustia de quedarme sola en este mundo de seres horribles sin empatía. El ascensor en lugar de ir para abajo enfiló para los pisos de arriba. Subió una monja. Mi mamá, que cree en dios porque quizá si existe y entonces le da una mano, sonrió de oreja a oreja. La monja devolvió la sonrisa hipócrita. Finalmente llegamos a la planta baja. Salimos por la puerta principal, yo cargando el andador con un brazo, a mi Mare con el otro, y la sensación de desmayo inminente. Sentía las mejillas frías. El teléfono me seguía vibrando en el morral. Qué paradoja, pensé, tener miedo de que se muera mi Mare, de quedarme sola en este mundo apático e insensible cuando ella es la apatía en persona. Entonces me miró, mi Mare, me sonrió con sonrisa de madre y arrancó para el bar, a paso lento. (Sigue)
Continuará….